jueves, 3 de diciembre de 2009

El pez que no sabía que estaba en una pecera

La Toscana, Italia. Diciembre de 2009

Poco quedaba ya que comer, sólo algunas migas sobre el mantel de ñandutí que cubría la mesa alargada del comedor. El dieciseís cumpleaños de Velia bien merecía estrenar tal preciado souvenir del último viaje a Paraguay de sus padres, si bien a ella parecía importarle poco. Los padres de Velia tenian la inveterada costumbre de alardear más de si mismos que de prestar verdadera atención por las preocupaciones de su joven hija. Los pequeños detalles que realmente importaban a Velia, parecian olvidados en aquel mundo lleno de superficialidad y ataduras en el que se encontraba presa. No soportándolo más, la joven huyó a su cuarto en cuanto pudo. Su habitación se encontraba en el ático, así que el techo estaba inclinado. Tenía un gracioso tragaluz en su centro por el que se apreciaba el cielo de aquella airada tarde de otoño. Se sentó en el suelo, bajo su particular foco de luz. Se acurrucó dejando que sus cobrizos mechones le cubrieran ligeramente la cara, y comenzó a volar lejos, muy lejos de allí... El único que parecía percibir sin displicencia cómo Velia gritaba al mundo desde su habitación era su abuelo, así que subió tras ella.
–Velia ¿estás ahí? –susurró con tono delicado.
No obtuvo respuesta, pero sabía bien donde estaba. La oía respirar con fuerza.
–Anda, déjame pasar y sentarme a tu lado.
–Pasa... –masculló la joven.
El abuelo la abrazó cálidamente y se sentó a su lado.
–¿Qué te ocurre mi ya no tan pequeño petirojo?
–No lo sé... Últimamente me siento distinta, incomprendida tal vez... ¿Por qué parece que soy la única que no conoce los secretos?
–¿A qué secretos te refieres?
–No comprendo los mensajes ocultos...
–¿Mensajes ocultos? –indagó extrañado el abuelo.
–Hoy he cumplido dieciséis años, y todavía no sé cuál es mi camino. Sólo sé que aquí no está, ni estará. Necesito salir, sentirme capaz de todo... siento cómo el mundo espera a que salga tras él. Esta casa es una prisión... No está mal, pero ¡es mi prisión!
–Veo que ya no quieres ser mi niña... Creerás que tan sólo soy un viejo; que nunca tuve tu edad, pero sí, la tuve. Y todavía me parece que fue ayer...
–Pues dime... ¡Ayúdame! Dame la fe para poder abrir mis ojos...
–Las respuestas que ahora buscas no te las puedo dar yo... Sólo podría ayudarte a hacerte las preguntas correctas... ¿Ves la pecera que tienes en tu cuarto?
–Sí... la veo. Me la regalaste tú...
–Y ¿por qué crees que te la regalé?
–¿Para que me divirtiera viendo peces multicolor...? –supuso Velia.
–Sí, en parte sí. Pero te la regalé porque hace ya tiempo que intuí que esta conversación sucedería... No culpes a tus padres, ellos están demasiado ocupados como para poder escuchar a una adolescente... A veces el mundo se nos viene encima porque perdemos la perspectiva, y este pequeño acuario nos ayudará a recuperarla. Confía en mi...
Velia y su abuelo se levantaron y observaron en silencio por unos segundos cómo los peces giraban en el acuario.
–Imagina –prosiguió el anciano– que somos peces y que nuestro mundo es esta pecera. A nosotros nos puede parecer muy pequeño, pero para ellos no lo es pues su memoria dura tan sólo tres segundos... Tras esos ínfimos segundos, todo lo que les rodea vuelve a ser nuevo para ellos, y no se plantean la posibilidad de que estén dando vueltas siempre a un mismo lugar. Los peces jóvenes, como tú, necesitan descubrir constantemente lo maravilloso, nuevo y fascinante que es el mundo... Pero ya ves que únicamente están dando vueltas una y otra vez a lo mismo... Las cosas no son tan distintas fuera de esta pecera. Con el tiempo, descubrirás que lo realmente importante se puede contar con los dedos de una mano... Lo demás será únicamente dar vueltas una y otra vez a tu misma pecera.
–Pero ahora es mi momento de descubrir lo maravilloso, nuevo y fascinante que es el mundo... –adujo Velia.
–Así es, tienes que descubrirlo por ti misma. Como antes te he dicho, yo sólo puedo ayudarte a hacerte las preguntas correctas... Los peces tienen tres segundos para darse cuenta de que están en una pecera. Nosotros tenemos toda una vida... Por cierto, acabo de recordar que todavia no te he dado tu regalo de cumpleaños.
–¡Es verdad! No lo has hecho.
–Bien, te lo daré ahora.
El anciano sacó una cajita de su bolsillo y se la entregó a Velia.
–¿Qué es? –preguntó la muchacha.
–Abre la caja, cierra los ojos y escucha con el corazón.
Velia abrió la caja, cerró sus ojos, y entonces comenzó a sonar una dulce melodia. Era una caja de música.
–La vida es como una caja de música... Pero ¿acaso no es la melodía más dulce y bella que jamás has escuchado?

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