viernes, 30 de octubre de 2009

La verdadera historia de Halloween y las calabazas




¡Creedme! No son habladurias. Juro que todo lo que ahora vais a leer es cierto, tan cierto como que dos y dos son cuatro. Hace muchos, muchos años, cuando todavía el paso del tiempo carecía de importancia y los días se sucedían idénticos uno tras otro, un perezoso pero astuto marinero irlandés llamado Jack, tuvo el infortunio de encontrarse con el mismísimo diablo en la gélida Noche de Brujas. Jack era un viejo marinero borracho y solitario cuyo único anhelo en su miserable vida era rellenar su insaciable gaznate con güisqui que bebía como si de jugo de frutas se tratase. Aquella noche, Jack bebió como de costumbre en su querida pero malolienta taberna que frecuentaba a diario en las horas en las que sólo borrachos, ladrones y gentes con despreciables vidas que preferirías no conocer, se dejaban ver por las calles. Había gastado ya todos sus peniques el anciano, cuando el diablo, experto conocedor de las debilidades humanas, le tentó con una oferta irrechazable:
--Jack ¿quieres seguir bebiendo, verdad? Te propongo algo.
--Escupe antes de que me arrepienta. -espetó el anciano limpiándose de los labios el último trago de güisqui con la manga de su agujereada camisa.
--Te ofrezco un último trago a cambio de tu alma.
El anciano no tuvo por más que aceptar el trato del diablo al apremiarle los deseos de continuar narcotizando su mísera vida. Entonces el diablo se transformó en una reluciente moneda que saltó juguetona a las manos de Jack. Pero Jack, rápidamente la tomó y se la guardó en su monedero, donde también llevaba una cruz. Ésto impidió al diablo retomar su forma original, y Jack, en su nueva condición de privilegio, le ofreció un nuevo trato:
--Sólo te dejaré salir de mi monedero si me prometes no pedirme mi alma en diez años.
El diablo no tuvo más remedio que concederle a Jack su reclamación, y desapareció como si nunca jamás hubiera existido aquel acuerdo.

Pasaron diez años, y el diablo, fiel a su cita, regresó de nuevo para reunirse con Jack. El diablo estaba preparado para hacerse, por fin, con el alma de Jack tras diez largos años de espera, pero éste, muy astuto, pensó rápido y dijo:
--Está bien... te daré mi alma de buena gana, pero antes de hacerlo ¿me traerías por favor la manzana que está en ese árbol?
El diablo pensó que ya no tenía nada qué perder, así que de un salto llegó hasta la copa del árbol y arrancó una manzana. Pero Jack, antes de que el diablo se diese cuenta, había tallado rápidamente una cruz en su tronco y el diablo, de nuevo, quedó atrapado en lo alto de sus ramas y no pudo bajar. Jack obligó a prometer al diablo que jamás le pediría su alma nuevamente y a éste no le quedó más remedio que aceptar.

Jack murió en la más absoluta de la soledad unos años más tarde. No pudo entrar en el cielo, pues durante toda su vida había sido un golfo, borracho y estafador; y cuando trató de hacerlo en el infierno, el diablo le recordó que, no muchos años antes, le había prometido no tomar su alma nunca jamás.
--¿Adónde iré ahora? -preguntó entre lamentos Jack.
--Deberás regresar por donde viniste...-le contestó el diablo.
El camino de regreso era oscuro y el terrible viento no le dejaba ver nada. Entonces, el diablo le lanzó un carbón encendido directamente del infierno para que se guiara en la oscuridad, y Jack lo puso en un nabo que iba comiendo, a modo de farol, para que no se apagara con el viento. Jack estaba condenado a vagar en las tinieblas eternamente...

Pero ¿qué simboliza la calabaza en Halloween? Los pueblos de origen céltico, como mandaba la tradición, ahuecaban nabos y ponían carbón en ellos para iluminar el camino de regreso al mundo de los vivos a sus difuntos más queridos, y así les daban la bienvenida, a la vez que se protegían de los malos espíritus. Pero cuando los irlandeses llegaron a América, vieron que las calabazas eran mucho más grandes y fáciles de ahuecar que los nabos, por lo que, desde entonces, ninguna persona ha crecido sin conocer un Jack-o-lantern, el tenebroso candil de Jack...

miércoles, 28 de octubre de 2009

A todos aquellos que descansan entre coral



Gracias por tu inspiración...

Sucedió al norte de la bahía de Seven Heads, en el pequeño poblado marinero de Timoleague, donde el mar se adentra entre las montañas para consolar a la costa de la furia de su oleaje. Dominando el paisaje de este recóndito rincón de Irlanda, se encuentran las silenciosas ruinas de una importante abadía medieval franciscana, que lleva siglos contemplando impasible a las gentes de Timoleague. Si estas ruinas pudieran hablar, relatarían tantas historias como gotas de agua resbalan a diario por sus ennegrecidas piedras.

Era costumbre en Timoleague que, todas las mañanas de trabajo, las mujeres, antes de comenzar sus bordados en lana, acompañaran a sus hijos y maridos al puerto para despedirlos hasta la noche. La mayoría de sus hombres vivían de la pesca en la tranquila bahía de Seven Heads. El pueblo conformaba un divertido y colorido mosaico, ya que todas sus casas estaban pintadas con diferentes colores. Así, los marineros podían identificar la suya desde lejos, mientras pescaban en la cala. Las mujeres se dedicaban al bordado de jerséis en sus casas, que vendían los domingos en el gran mercado de Cork. Vivían tranquilas, pues sabían que la bahía protegería y daría refugio a sus hombres de la furia del mar. Durante muchos años así fue, hasta que la desgracia llegó al apacible poblado de Timoleague. Todos aquellos años de pesca hicieron que ya no quedara nada en la cala, y sólo sería posible seguir pescando en alta mar. Algunos decidieron trasladarse a trabajar a Cork; otros, comprar ganado para vender su carne y hacer mantequillas; pero la mayoría decidió continuar con su honorable y ancestral trabajo en el mar.

Entró pronto el impaciente y frío invierno, y, con él, las fuertes lluvias, vientos y marejadas. El mar se tornó peligroso para los pescadores, con espesas nieblas y frecuentes tormentas. Durante ese invierno, una silente preocupación invadió al, hasta entonces, alegre mosaico de colores que era Timoleague. Ahora, las mujeres, mientras bordaban sus jerséis, lamentaban que su querida bahía ya no pudiera abrigar a sus hombres. Una mañana como otra cualquiera, Liam y su hijo, Keiran, partieron como siempre a faenar al mar en su pequeño velero de teca, bautizado Saoirse, Libertad en gaélico. El Saoirse era todo un símbolo para su familia, y una herencia generación tras generación. Pero esa es otra historia… Asumieron riesgos, pues aquella mañana Timoleague despertó con una fantasmagórica bruma que lo velaba todo sin permitir distinguir nada a pocos metros de distancia. Confiaban en su experiencia, ya que conocían bien la zona. Bajo un encubierto y helador sol, Liam y Keiran desplegaron el velamen de su velero, e, impulsados por una casi inexistente brisa, comenzaron a alejarse lentamente, primero de la bahía, y luego de la costa. Ya en mar abierto, fondearon sus redes, y continuaron adentrándose sin más temor que el de otros días. Pasada una hora, la niebla desapareció, y Liam y Keiran levantaron su vista. La cerrazón del cielo y los relámpagos divisados a lo lejos presagiaban una fuerte tormenta. En pocos segundos, el oleaje y la marejada empeoraron. El velero, de unos diez metros de eslora, comenzó a zozobrar sin rumbo mientras las primeras gotas de agua empapaban, cada vez con mayor frecuencia, el pelo de Liam. Sin tiempo para reaccionar, estas leves gotas se transformaron en un auténtico diluvio. Keiran corrió a cerrar el herrumbroso tambucho que comunicaba la cubierta con la bodega, y Liam cortó las redes de pesca. Las capturas de aquella mañana pasaron a un último lugar. Apresurados, intentaron recuperar el control de su velero y regresar a la costa, pero el fuerte viento y la marejada partieron en dos el mástil, que rifó la vela principal. Padre e hijo se detuvieron, y, asustados, se miraron. Sabían que estaban merced de la mar, ya nada podían hacer salvo esperar a que sus heladas aguas los engullera, como a tantos otros marineros, haciéndoles el mar un hueco para siempre entre sus arrecifes de coral. Llegó ese momento en el que el miedo desaparece. Liam y Keiran se abrazaron, y, sosegados, observaron como la quilla del Saoirse se quebraba poco a poco con ellos abordo. Sintieron como miles de cristalitos cortantes se clavaban por todo su cuerpo; era el agua fría, casi congelada. Pocos minutos después, de la mano, ambos se apagaron y fundieron para siempre en su océano.

VIAJES POR ASIA CENTRAL: Paraísos desconocidos (Parte III)

La Princesa Ashalí y el último Emperador de la India.

–Hoy, niños, os voy a contar la historia de la princesa hindú Ashalí y el último Emperador de la India…
Al oír estas palabras de Donovan, todos los niños comenzaron a sentarse ilusionados a su alrededor para escuchar la historia de esa semana. Yo lo hice en mi rincón de siempre, un poco más alejado del grupo, para dejar que los niños estuvieran junto a él. Desde mi rincón se escuchaba con gran claridad todo lo que Donovan relataba.
–Como bien sabéis, la India perteneció a la corona Británica durante muchos años –dijo moviendo la cabeza de un lado a otro para ver las caras de todos los niños que le rodeaban–. De hecho, fue la colonia más importante, tanto que los británicos se referían a ella como “La Joya de la Corona”. Era una magnifica fuente de hombres y recursos. Muchos comerciantes hicieron importantes negocios con el comercio de la seda, el opio, el azúcar o los colorantes, productos inexistentes en el Reino Unido. Pero, sobre todo, era un lugar estratégico para la concentración y movilización de destacamentos militares. Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943, partí en barco desde Scapa Flow, en Escocia, a la India. En concreto, al maltrecho puerto, a consecuencia de los bombardeos japoneses, de la ciudad de los palacios: Calcuta.
–¿Cuánto se tardaba en llegar en barco hasta Calcuta? –preguntó uno de los niños.
Donovan dio un largo suspiro y respondió.
–En aquella ocasión, tardamos un mes y diez días. El barco iba muy cargado. Además, nos acompañaba una expedición de cinco alpinistas que querían ascender la Gran Montaña, el Everest. No lo consiguieron, y todos desaparecieron. Pero, probablemente, si se hubieran quedado en Europa, también habrían muerto. Eran judíos…
Tras la respuesta, retomó su historia donde la había dejado.
–El último Emperador de la India fue Jorge VI, un excombatiente de la Primera Guerra Mundial que, tras la abdicación de su hermano, Eduardo VIII, fue proclamado rey del Reino Unido y Emperador de la India. La India anhelaba su independencia, así que se la pagó a los británicos con soldados para luchar en la Segunda Guerra Mundial. Tanto la deseaban, que conformaron el ejército de voluntarios más grande del mundo. Los reyes siempre deben alejarse de las guerras, así que, cuando dio comienzo la contienda, aconsejaron a Jorge que se desplazara a Canadá por su seguridad. Pero Jorge no era un rey, sino un militar, por lo que decidió quedarse en Londres para apoyar a sus tropas. Mas, había algo que nadie sabía, y de lo que nunca había hablado…–dijo con tono cinematográfico.
–Yo, yo…yo lo sé…–gritó un niño.
–A ver ¿qué es? –dijo Donovan.
–Estaba… estaba enamorado de la princesa… ¡la princesa Ashalí!
–¡Muy bien! Así es, Jorge tenía un romance secreto con la princesa hindú Ashalí…
El niño no cabía en sí de gozo. Había descubierto el secreto de Jorge. Tampoco era algo muy difícil de adivinar teniendo en cuenta el título de la historia, pero eso demostraba a Donovan lo atentos que estaban los niños a todas sus palabras. Donovan continuó.
–Pero, antes de seguir, debemos remontarnos unos cuantos años atrás, antes de que Jorge fuera nombrado rey… En 1932, cuando Jorge era todavía un oficial de marina, viajó a la India para ver los progresos del ferrocarril por parte de los ingenieros hindúes, a los que se les había cedido la responsabilidad de su construcción. Su viaje le llevó hasta el noroeste, a la ciudad de Jammu, un importante centro industrial y ferroviario en el valle de Cachemira. Según dicen los que allí han estado, ese lugar es un paraíso en la tierra por sus hermosos paisajes, y porque, desde allí, se puede contemplar la grandiosidad de la cordillera del Himalaya.
Cuando Donovan dijo aquello, me prometí a mí mismo visitar alguna vez aquella ciudad, y apunté su nombre en mi libreta.
–Jorge fue invitado a una opulenta cena en el palacio del Maharajá de Cachemira, uno de los más de seiscientos reyes que cogobernaban, junto con la corona británica, en la India. El Maharajá tenía seis bellísimas hijas, cuyos destinos ya estaban escritos, pues todas ellas sabían quiénes iban a ser sus maridos, y habían sido educadas para sólo decir “sí, señor”. Todas excepto una, la princesa Ashalí. Ashalí era la primogénita, y su padre, antes de que naciera, había depositado en ella todas sus esperanzas. De ahí, que le pusiera por nombre Ashalí, que en hindú quiere decir Esperanza. Pero el mundo entero del Maharajá se derrumbó cuando descubrió que Ashalí era sordomuda. “¿Cómo va a ser Reina una mujer sordomuda?”, se lamentaba el Maharajá.
Los niños estaban fascinados con la historia, y no se movían para nada de sus asientos.
–La princesa Ashalí tenía una belleza mágica y hechizante. Era silenciosa, como los finos y tostados granos de arena de su reloj, pero era capaz de decir mucho más que ninguna otra persona. Sus ojos hablaban por su voz. En la cena, la princesa se sentó al lado de su padre. Enfrente, estaba Jorge, acompañado de sus hombres. Cuando Jorge vio a Ashalí, sintió la necesidad de permanecer allí con ella toda su vida. ¿Mágico? Tal vez… Pero sabía que debía cumplir con su deber, y volver a Inglaterra. Cuando terminó la cena, Jorge fue a hablar con la princesa, pero no se dijeron ni una palabra. Únicamente, Jorge le entregó una nota: “Necesito volver a verte. En media hora, en los jardines del palacio, junto a la fuente. Por favor, no faltes”.
–¿Nadie se enteró de que le había dado la nota? –preguntó uno de los niños.
–No lo sé… Puede que sí o puede que no. Nadie se podía imaginar que Jorge se fijara en la princesa Ashalí. Pasada la media hora, Jorge fue a esperarla a los jardines, junto a la fuente, como le había escrito en la nota. Estaba nervioso como un niño. No sabía qué hacer ni decir. En voz baja, practicaba frases para Ashalí: “Hola princesa…siento… No, así no… Princesa, soy Jorge… Tampoco…” En ese momento, una mano acarició su espalda. Se dio la vuelta y volvió a ver a la princesa.
–¡Bien! –gritaron varios niños.
–Los dos se miraron. Silencio. En ese lugar sólo se escuchaba el canto febril de los grillos y el ulular de los búhos. Continuaron mirándose. Sus ojos estaban fijos el uno en el otro. Un grillo dejó de cantar… Ni una palabra. Jorge estaba a gusto mirándola. Las palabras le sobraban. Siempre había estado acomplejado por su tartamudez, pero con Ashalí era diferente. Ella no podía oír sus torpes palabras, pero sí escuchar a su corazón, que latía con gran fuerza. Jorge acarició suavemente el rostro de Ashalí, que permanecía nerviosa e inmóvil. Enseguida, la princesa se calmó al percibir que Jorge estaba igual o más nervioso que ella. Él también se tranquilizó al ver que ella lo hacía. La princesa comenzó a acariciarle, y, los dos, se sintieron aliviados al haberse encontrado por fin. Sus sueños se habían hecho realidad. Hubieran permanecido allí para siempre, pero, entre lágrimas, se despidieron sin saber si se volverían a ver… Sus mundos eran muy distintos, el día y la noche. Aquel instante era sólo un amanecer, pero les bastó para hacerse feliz el uno al otro.
–¡Pobre princesa, y pobre Jorge! –exclamó una de las niñas emocionada.
–Es una historia muy cursi y para niñas… me gustan más tus historias de barcos –dijo otro niño.
–Calma, calma –pacificó Donovan–. Cada semana cuento una, ya tendrás tiempo de escuchar otra de barcos, como a ti te gustan.
–Y ¿cómo conoces esta historia? –le pregunté yo.
–Todavía no he terminado. Ahora lo sabrás, no seas impaciente…–dijo para crear más expectación–. Aquella noche, Jorge y Ashalí prometieron escribirse, por lo menos, una vez al año. Para mantener en secreto su amor, Jorge firmó todas sus cartas bajo el nombre de Amaru, el único que conocía su historia, pues había visto todo lo ocurrido esa noche. Ése era el nombre del personaje que aparecía, esculpido en mármol, en la fuente: Amaru, el gran poeta cachemir. En honor a su celestino, Jorge comenzó su primera carta a Ashalí con lo siguiente:
¿Qué es mejor? ¿El día o la noche?
¿Quién lo sabe…? Sólo puedo decir:
Ambos no valen nada sin ti.
–Sigo pensando que son mejores las historias de barcos…–repitió el niño.
–Porque los chicos no sois nada románticos… A mí me parece una historia muy bonita. Ojala me escribieran algo así a mí… –le contestó una niña.
–Como podéis imaginar, descubrí amontonadas todas las cartas de Jorge en la oficina de correos de Calcuta. Ninguna le llegó jamás a la princesa Ashalí, que murió, según me enteré después, en 1944, a causa del cólera. El último Emperador de la India continuó mandándola cartas que nunca serían leídas, hasta su muerte, en 1952.