jueves, 26 de noviembre de 2009

Nana de Mar y Luna


Una suave melodia
Un tributo a la estrella que hoy me guía...


PD. Aunque prefieras Crepúsculo...




Intento no mirar nunca hacia atrás
Para no recordar lo que pude hacer mal
Sólo un instante de felicidad
Me podrá ayudar a soñar con otro lugar

jueves, 19 de noviembre de 2009

Los Guardianes del Himalaya

NOTA DEL AUTOR: Déjate guiar por la música con los ojos cerrados. Que sea otro quien te lea la historia. Siente como vuelas... vuela alto, como nunca lo has hecho...




Cierra tus ojos. Eres un águila blanca, la más hermosa que jamás podrá llegar a ver el hombre. Te impulsas suavemente dejando que el aire despliegue por completo tu precioso plumaje urdido por adiestrados sastres. Te elevas surcando el horizonte cada vez más rápido, sintiendo el cielo expandirse por todo tu volátil cuerpo. Eres libre, y no temes tu libertad. Diriges tus ojos hacia la tierra que sobrevuelas: un precioso decorado de cumbres nevadas emerge entre nubes de blanco marfil. La gigantesca cordillera del Himalaya se alza bajo tus alas. Siguiendo el ritmo que te marca el viento, vas planeando y oscilando sigilosamente tu vuelo sobre descomunales gigantes de roca cubiertos de nieve incólume que la naturaleza decidió colocar aquí. Tan bello es el paisaje que temes pestañear y perderte cualquier ínfimo detalle de tal sublime creación divina.

Ahora miras hacia atrás. Observas como otras águilas te acompañan en tu viaje. Tú las guías porque ellas confían en ti. Murió entre tus brazos sin que pudieras hacer nada, y tu última promesa antes de que su rostro se apagara para siempre fue dedicarle una última ascensión: el Everest. Noble valor que ya había sido reconocido por tu país, Polonia. Fuiste un héroe para los polacos en la Gran Guerra. Ayudaste a salvar muchas vidas, pero no pudiste hacer nada por la de la persona que más querías... Sientes como el resto de águilas te miran con ternura. Ellas conocen bien tu historia, pero no se entristecen pues saben que ahora tu misión es igualmente honorable. Todas las almas de los montañeros surcaís ahora, contigo a la cabeza, el gran Himalaya. Guiáis a los que fueron como vosotros en vida, deseándoles lo que no pudisteis conseguir: regresar con vida. Sois los ancestrales guardianes del Himalaya.

Ves a lo lejos emerger entre las nubes una cumbre. El techo del mundo, el Everest. Codiciada y trágica cima para muchos. Un loco sinsentido del hombre cara a cara contra la naturaleza para otros. Extrañas y misteriosas fuerzas que claman la superación de mirar desde allí arriba. Intuyes una figura aparentemente humana en lo alto de la cima. Te aproximas acompasadamente, sin prisa. Hay un Lama aguardando tu llegada. Tiene su brazo derecho extendido esperando a que te poses en él. Te frenas habilidosamente con tus alas y, desde allí, una vez posado, contempláis serenos la belleza del paisaje. El Lama te protege y cuida. Comienza a anochecer y un manto de estrellas acude a vuestra llamada. Un día más termina. En ese instante, una magia desconocida por el hombre os hace desaparecer inexplicablemente entre el cielo y la Gran cima...

jueves, 5 de noviembre de 2009

Los pasos del Silencio

NOTA DEL AUTOR: Permítame el lector este pequeño esperpento del miedo al amor consecuencia de una larga conversación con una persona que, aunque sólo he visto una única vez en toda mi vida, tengo por especial. Ni yo mismo estoy de acuerdo con todo lo que aquí está escrito, pero, como habréis de saber, el escritor es el mayor de los mentirosos. ¡Nunca os fiéis de ellos!



Tras los finos cristales de un apartamento ahora vacío, Amadeo observaba cómo la lluvia sumergía las tristes y despobladas calles de su querida Salamanca una lúgubre tarde de domingo. El olor húmedo de la calle se fundía en su habitación con la delicada fragancia de la cera de una vela a punto de consumirse. Y es que Amadeo siempre prefirió la cálida luz de una candela a las insípidas y frías luces eléctricas. Sobre el colchón desabrigado de su cama, una maleta a medio hacer se dejaba entrever misteriosamente entre montones de ropa, libros y centenares de objetos que le servirían de recuerdo. Había llegado el momento de abandonar aquel lugar que durante tantos años le había servido de irreemplazable refugio. La hermosa ciudad de Brujas le esperaba con los brazos abiertos y con un sinfín de oportunidades para su prometedora carrera como economista. Pero, para Amadeo, los lugares carecían de valor por si mismos. Para él, sólo a las personas se les había concedido el honorable privilegio de envilecer con valor a los lugares, y sus mejores amigos iban a quedar para siempre esparcidos en multitud de lugares que, muy a su pesar, nunca visitaría.

Cabizbajo, Amadeo preparaba su maleta entre recuerdos que conformaban el único paraíso del que ya no podría ser desterrado. Sólo el ruido de las incesantes gotas de agua, que se agolpaban llamando a su cristal, conseguían interrumpirle de su tarea de vez en cuando y hacerle esbozar una leve sonrisa en su rostro abatido. Necesitaba verla una vez más, seguramente la última. Aunque no lo quería creer, sabía que, como dice la canción, la distancia sería el olvido.

Sonó el timbre. Amadeo corrió hacia la puerta tan rápido como sus pies le permitieron. Sonrió como un niño al ver que era ella. Era Nereida.
–Amadeo, menos mal, ya pensé que no me daría tiempo a despedirme. ¿Cómo lo llevas?
Mientras caminaban hacia su habitación, Amadeo intentó camuflar su extensa sonrisa al verla.
“¿Qué sabes tú del amor?” se preguntó Amadeo confidencialmente, desviando su mirada por unos segundos hacia los cristales, los cuales ya sólo permitían intuir torpemente lo que tras ellos se alzaba. Nunca se atrevería a preguntárselo directamente por temor a escuchar una respuesta demasiado buena. Amadeo respondió.
–Voy despacio. Se me hace difícil hacer una maleta en la que no puedo meter lo que realmente me gustaría... No puedo parar de pensar en todo lo que aquí dejo. La vida, de ser algo, son eso: recuerdos.
–Confío en que te acuerdes de mí en Brujas y no tardes mucho en enviarme una foto de tu nueva casa y amigos.
Mientras Nereida decía estas palabras con su cabeza de manera automática, sus verdaderos pensamientos comenzaron a asaltarle el corazón: “Me gustaría decirte tantas cosas que no te he dicho en todos estos meses. He pensado más de mil veces en cómo decirte esto, pero no soy capaz... Ahora te marchas y sé que nada volverá a ser igual entre tú y yo. Nunca me lo podré perdonar. Todavía recuerdo la primera vez que te vi... estabas tan guapo con esa camisa ¡te sentaba realmente bien! Te quiero pero nunca te lo he dicho. Tengo tanto miedo a hacerlo y quedar como una tonta... prefiero tenerte como amigo a perderte para siempre...”. Desconociendo esta confesión, Amadeo retomó las últimas palabras de Nereida.
–¡Qué cosas dices! Claro que me voy a acordar de ti. Serás la primera persona que vea mi nuevo apartamento. Te mandaré una foto en cuanto llegue.
Al igual que Nereida, Amadeo respondió ocultando lo que nunca se atrevió a decir: “Si supieras cómo te voy a echar de menos. Me encantaría llorar entre tus brazos, pero me falta el valor para hacerlo... Lo primero que he metido en mi maleta han sido todas las cosas que me recuerdan nuestros últimos meses juntos. Las entradas de cine. He guardado todas y cada una de ellas. Los libros que me regalaste. La música que sé que te gusta... Pero, también he guardado todas las palabras que nunca te dije...”.

Nereida se sentó en la incómoda silla del escritorio de Amadeo. La misma silla en la que, poco tiempo antes, había reído escuchando las ocurrencias de Amadeo sobre su futuro como importante empresario en Manhattan. Pero, en esta ocasión, sabía que nunca más volvería a sentarse en aquella silla. Nunca volvería a tenerle tan cerca. Lo sabía demasiado bien, así que no pudo evitar que se le formara una pequeña lágrima de tristeza en la comisura de sus ojos. La trató de disimular girando su dulce rostro hacia un lugar alejado de la vista de Amadeo.
–¿Volverás algún día? –inquirió ella.
En ese instante, Amadeo cogió un rosa teñida de azul que tenía junto a su vela, cuya llama ya era prácticamente inapreciable, se la dejó en la mesa y respondió:
–No pensemos en lo que sucederá mañana. El mañana siempre nos será desconocido.
Amadeo le volvió la espalda y caminó hacia la ventana empapada con lágrimas de lluvia. No podría soportar mirarla a los ojos esta vez, así que aparentó curiosear la calle, aunque en realidad todos sus sentidos, incluso la vista, estaban puestos tras de si, en Nereida.
Ella no pudo soportar su respuesta, así que se levantó, cogió la rosa azul con sus manos y le susurró entrecortada un triste adiós.
–Hasta la vista, Amadeo. Nunca olvides tus años en esta ciudad; la que siempre será tu ciudad, nuestra ciudad.
Nereida abandonó la habitación y se alejó lentamente en busca de la salida. Sus zapatos sellaron los pasos que, cual dagas punzantes, acribillaron el febril corazón de Amadeo. El sonido de la puerta cerrándose a lo lejos terminó derrotándolo por completo: “¿Qué sé yo del amor? No sé nada. Me arrepiento de no haber sido capaz de decirle ni una mísera palabra acerca de lo que sentía por ella en todos estos meses. La cobardía sí que es algo de lo que todos debemos lamentarnos. No hay dolor peor que el que se siente ante el anhelo de algo que nunca jamás sucedió...”. Sacó un último aliento para apagar la vela que aún iluminaba tenuemente sus tristes pensamientos. Las notas de Moonlight Serenade comenzaron a sonar en su viejo tocadiscos, al compás que la aguja marcaba arañando el vinilo que Nereida le regaló días antes.

Desde entonces, todos los domingos, Nereida acude a la plaza Mayor de Salamanca y deja una rosa azul en la placa situada bajo el reloj. En ella aún puede leerse: BRUGGE. Esto le recuerda que dejó escapar a su mayor amor por miedo a que fuera verdad... Si algún día veis dicha rosa, que os sirva de advertencia para que no cometáis el mismo error de Amadeo y Nereida.