miércoles, 24 de marzo de 2010

Reflexiones sobre el arte de componer

Cuando un compositor se plantea alterar el maravilloso silencio, debe saber muy bien cómo y por qué desea hacerlo. Como se suele decir coloquialmente, si desde un principio intuyes que lo que quieres decir no es mejor que el silencio, resulta más apropiado callarse. En el caso de la composición, esta honestidad debe (o debería) ser aún mayor.

Si decidimos continuar, una diatriba aparecerá ahora en la escena del compositor experto: ¿deseo ser escuchado o simplemente quiero escribir para el (o para un) músico? En términos musicales, podría decirse (aunque con matices): ¿quiero escribir una sonata o una tocata? Muchas obras clásicas fueron firmadas como sonatas (por convencionalismos de la época al seguir un esquema fijo de cuatro movimientos) cuando realmente el resultado final se asemeja más al de una tocata, cuyo objetivo es enfatizar la destreza del practicante y su lucimiento. El matiz es que el término tocata se ha empleado normalmente sólo para piezas de teclado. Johann Sebastian Bach, el maestro actual de armonía en la mayoría de los conservatorios, fue muy prodigo en la composición de tocatas para clavicordio, pero éstas eran multi-sectoriales incluyendo escrituras fugales como parte de su estructura, y resultaban muy alejadas del orden clasicista, por lo que este tipo de piezas fueron impopulares durante el Clasicismo, y la libertad de estructura definió a los movimientos posteriores.

Si nos decidimos finalmente por escribir para ser escuchados (o para ser sonados, si seguimos con la dicotomía anterior), debemos hacernos una pregunta más: ¿quién quiero que me escuche? ¿Expertos, músicos o todo tipo de público? Tal vez el compositor novel no llegue a plantearse estas cuestiones, pero son verdaderamente trascendentales para los pasos posteriores. Las primeras obras del compositor joven suelen buscar su lucimiento como compositor, añadiendo notas, florituras, arpegios e instrumentos sin ton ni son, cuando con menos conseguiría mucho más. No debemos olvidar que nuestro objetivo final no debe ser sólo el de componer, sino el de crear. Crear sentimientos, imágenes, escenas e incluso colores, olores y toda clase de matices envolventes en el oyente que capten su atención. Lograr que permanezca inmerso en el mundo que has creado para él. Y aquí está lo realmente complejo de este arte. Por ello, debemos elegir cuidadosamente hasta los detalles más ínfimos de la armonía (tonalidades, cadencias, progresiones, bajos continuos y otros elementos acompañantes de la melodía principal…), nuestra melodía principal (su clave, su frecuencia fundamental u octava “teórica” etc.) y el esquema general de la obra y sus repeticiones. Por supuesto, los instrumentos serán nuestra pluma en el dictado de emociones en la que deberá convertirse nuestra composición final. Para esta cuestión, resultará necesario conocer los timbres y rangos de frecuencia de los instrumentos con que contamos. En este punto, la informática puede servirnos de gran ayuda. Personalmente recomiendo el Reason y los softwares desarrollados por East West, estos últimos consiguen los sonidos orquestales más reales actualmente. También los conocimientos musicológicos y etnológicos marcarán la diferencia en nuestro resultado final.

Tras estos breves apuntes, una vez tengamos muy claro lo que queremos transmitir y el mundo que vamos a crear para ello, la maestría y experiencia del compositor significarán la calidad de la composición y el grado de satisfacción del oyente, quien se convierte en el juez de nuestra obra, y a quien deberás seducir con todo aquello que dispongas, como a los amantes. Como diría Puccini, “el compositor debe conseguir exaltar las emociones del público creándoles un auténtico drama en sus propias vidas”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar mi publicación!!