miércoles, 30 de septiembre de 2009

VIAJES POR ASIA CENTRAL: Paraísos desconocidos (Parte II)

El chamarilero de Benarés.

Un tenue rayo de luz se coló por entre las cortinas del viejo tren. Su traqueteo y el incesante subir y bajar de viajeros no me habían dejado pegar ojo en toda la noche; una noche que ya me parecía inacabable. Se atisbaban perezosamente entre la fina neblina del alba las siluetas de una ciudad. Nos acercábamos a Benarés. Ya hacía más de diez horas que aquel tren nos apresaba en su diminuto camarote. El sol nos había abandonado en Delhi para retornar de nuevo a nuestra llegada a las orillas del Ganges. El tren se detuvo por completo. Deseosos por volver a callejear en suelo firme, nos apeamos ágilmente de los malhadados vagones. De pronto, a lo lejos, entre la multitud, emergió una voz forzada; uno de los oficiales de estación vociferaba, como si le fuera la vida en ello, el nombre de la estación: ¡Vanarasi!
Apenas se adivinaban entre el gentío las aristas y arcos de la obsoleta estación. Nada más colocar un pie en la calle, decenas de gentes, cual manada de lobos hambrienta, comenzaron a rodearnos escrutando cada uno de nuestros pasos. Nos acribillaron durante minutos a ofertas de todo tipo, pero especialmente para ofrecernos transporte en la ciudad. Seleccionamos, cual maharajaes, al chofer que más nos convino en función de la legibilidad de su inglés. Nuestro chofer vestía impoluto y portaba un semblante excelente. Estaba rollizo y su mirada rebosaba bondad y felicidad. Le apasionaba su trabajo. Enseñar su bella ciudad le enorgullecía más que nada en el mundo, así que lo hacía con gran esmero y dedicación. “Si vosotros sois felices, yo soy feliz” nos repetía incesantemente cogiéndonos al tiempo de las manos.
–Benarés era llamada en la antigüedad con el nombre de Kashí, en sánscrito, que significa ‘la espléndida’ –adujo con mirada diamantina–.
Mi padre y yo nos limitábamos a escuchar atentamente cada una de sus palabras.
–De acuerdo con la leyenda –prosiguió, con gesto altivo– la ciudad fue fundada por el dios Shivá a principios de la era de Kali, en el año 3100 a. C. Los arqueólogos creen que tiene más de 3000 años de antigüedad ya que muchas escrituras sagradas ya la describen antes de ese año… Ahora es una ciudad sagrada para los hinduistas ya que todo aquel que muera en Benarés queda liberado del ciclo de las reencarnaciones. Los baños en el río Ganges se consideran purificadores de los pecados. Según la tradición, todo hinduista debe visitarla al menos una vez en la vida. Todas estas creencias la han convertido en destino para enfermos y ancianos que quieren pasar sus últimos días en la ciudad santa. A lo largo del Ganges se alinean numerosas residencias destinadas a albergar a los moribundos…

Realmente nos encontrábamos en uno de los mejores lugares para el tránsito al otro mundo, pero las intenciones de nuestro viaje a Benarés no tenían nada que ver con tal empresa. ¡O eso esperaba!


A lo lejos de la calle, un viejecito caminaba a tientas tirando de un viejo carro repleto de antiguallas y otros utensilios aparentemente inútiles. Pero toda su vida la había pasado junto a ese carro ajado por los años, y le iba su vida en mantenerlo consigo hasta su tránsito al otro mundo. El famélico anciano, cubierto por una chilaba agrietada y enlodazada con el color del camino que pisaban sus pies, empleaba sus días arrastrándose de aquí para allá comprando todo aquello a lo que muchos no le veían provecho alguno para vendérselo a otros más hábiles en encontrarle alguna utilidad a eso mismo que otros despreciaban.
–Buenos días buen hombre –musité algo entrecortado.
–Buenos días muchacho –contestó el anciano hoscamente.
–¿Qué lleva en su carro?
–Toda una vida… ¿le parece poco?
Me hice el loco para no iniciar una discusión inútil.
–Si es así… me gustaría echar un vistazo a esa vida… –contesté irónico.
–Adelante.
Entre el montículo de chatarra observé una cajita de madera policromada con motivos paquidermos y selváticos. La cogí delicadamente con mis manos.
–Me gusta esta cajita. ¿Cuánto cuesta?
–Muchacho, las cosas cuestan el valor que tú quieras darles. ¿Cuánto me darías por ella?
–No lo sé… ¿veinte rupias? –intuí sin querer meterme en apuros.
–No es mucho el valor que le das... ¿Ves todo lo que hay en este carro? –dijo el anciano meditabundo.
–Sí… lo veo –respondí, de refilón algo desconcertado.
–Pues bien, puedo decirte dónde, cuándo y a quién le he comprado todo lo que aquí ves. Es más, nunca compro nada a nadie que no me cuente algo, cualquier cosa –apuntilló–, sobre ese objeto. Así, las cosas ya tienen valor para mí.
–Y ¿qué puede decirme de esta cajita? –inquirí aprestado a escuchar.
El anciano pensó unos segundos mientras manoseaba la cajita en sus manos.
–Esta cajita se la compré a Ashalí, la hija de un viejo barquero de Benarés. Una bella mocita que vive al sur de la ciudad. Me la vendió para poder regalarle a su hermano pequeño un cuaderno nuevo por su cumpleaños… A su hermano le encanta dibujar a los gondoleros surcando el Ganges al atardecer, así que devora el papel. Ella sabía que ése sería el mejor regalo que podría hacerle a su hermano por lo que no lo pensó ni un instante; me la vendió muy sonriente pese a perder su cajita de los collares. ¿Sigues pensando que tan sólo vale veinte rupias? –preguntó hurgando en mi conciencia…

******************CONTINUARÁ

sábado, 26 de septiembre de 2009

VIAJES POR ASIA CENTRAL: Paraísos desconocidos (Parte I)

La India fue, pero ya no es.

El gran Scott Fitzgerald comienza una de sus obras más brillantes, The Great Gatsby, con lo siguiente: “siempre que critiques a alguien, recuerda que no todas las personas de este mundo han tenido tus mismas oportunidades”.
Muy astuto Mr. Scott, como siempre; pero estas palabras –que en otro momento de mi vida podrían haber transitado por mi cabeza sin pena ni gloria como otras tantas– las ojeé a unos cuantos pies de altitud rumbo a Delhi, la bulliciosa capital donde aún yace Gandi, y no pude olvidarlas en todo mi azacanado viaje por India, Nepal y Tibet.

Acostumbrado a vivir rodeado de personas muy adiestradas en el arte de amargarse la vida, llegar a India me supuso una ruptura con todos los cánones de la mal llamada “vida moderna occidental”, tan llena de opulencia, avidez y cicatería que ha olvidado lo realmente importante: ser personas –como prodiga Ibsen en todo su teatro. Pero el ser personas tiene su doble cara, sin querer entrar en debates filosóficos.

“Incredible India”, así es como se anuncia este inmenso país al mundo. Y no puedo decir que sea publicidad engañosa, para nada. Creo que es la mejor forma de definir este país. Nuestro viaje comenzó en Madrid el incendiario y achicharrante veintisiete de julio. Tras unas 18 horas de vuelo, con escala de unas horas en Helsinki, tomamos tierra en Delhi en la madrugada del veintiocho. Nada más descender del avión, la humedad nos recordó, a mi padre y a mí, que el clima y las latitudes en las que nos encontrábamos eran un tanto distintos a los de España. El vuelo llegó puntual. Última vez en todo nuestro viaje en el que algo resultaría según lo previsto.

Otrora, India fue la joya de la corona británica. Sus paisajes, palacios y exotismo la convirtieron en un indudable paraíso en la tierra. Pero mis primeras sensaciones al apearme del pestilente y anacrónico carro que nos trasladó del aeropuerto internacional de Delhi a nuestro hotel –por llamarlo de alguna forma– fueron que aquello debía ser un verdadero infierno en la tierra para sus habitantes.

El hacinamiento en el que viven los cerca de 1.200 millones de habitantes en la India (sin contar sus infectas y multitudinarias cloacas en las que pueden llegar a vivir otros tantos millones de personas que no constan en ningún documento), convirtiéndolo en el segundo país más poblado del mundo, hacen que caminar por cualquiera de sus calles sea una misión imposible. En la India no se vive, se sobrevive; los que pueden escapan al Reino Unido o Australia –con quienes tienen convenios especiales por pertenecer a la commonweal. Pocos son los turistas que se atreven a adentrarse en las profundidades de la India por su cuenta y riesgo. La mayoría de los visitantes extranjeros navegan en grupo en sus fabulosos y acomodados autocares con todo lujo de detalle, bloqueando y atascando aún más si cabe, las diminutas y concurridas calles de la capital hindi.

Amaneció por completo a eso de las seis de la mañana. Nuestro techo en el hotel era una sauna con dos camas sin hacer y vestidas con sábanas macilentas que nunca habían sido lavadas desde su primera vez, y un ventilador en el techo –al modo de película del mismísimo James Bond: misión India– que no hacía más que aletear el calor insufrible de un lado a otro de la habitación. El agua fría de los grifos era en realidad la del agua caliente, porque allí era imposible encontrar algo medianamente gélido. Desgastados por el viaje, salimos del hotel en busca de todo aquello que queríamos buscar: llenar nuestras maletas vacías con recuerdos, experiencias, historias e imágenes imposibles de descubrir en nuestro mundo. Nuestra aventura daba comienzo.

CONTINUARÁ**************