viernes, 2 de abril de 2010

Reflexiones sobre el arte de componer (Parte 2)

No muy lejos del esplendoroso árbol en el que me encontraba reposado, mis ojos alcanzaron a ver aguas diáfanas brotar rítmicamente entre enormes piedras. Si existía la perfecta armonía, tened por seguro que ante mí se encontraba. Apolo había brindado a aquel lugar de ensueño el amor incondicional de las nueve musas de su coro celeste. El sol brillaba radiante desde su infinita bóveda cian. Sus rayos descomponían las revoltosas aguas de las cascadas en un sinfín de destellos multicolor. El mismísimo Orfeo, recostado en lo alto de una roca, improvisaba dulces melodías en su lira divina. Yo simplemente contemplaba y escuchaba aquel paraíso inmortal de notas, colores y aromas que tan poco se parecían a lo que mis tristes ojos habían visto hasta entonces. Nada podría mejorar aquello. Hubiera ofrecido mi alma a los Dioses para que ese instante nunca hubiera acabado… Pero la renuente imperfección de la que todavía formaba parte me esperaba para azotar todos mis sueños, mas aquella melodía nunca desapareció de mi cabeza. Os transcribo torpemente lo que mis oídos percibieron en aquel paraíso fugaz. ¿Real o irreal? ¿Quién pudiera decirlo con certeza?


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