domingo, 4 de abril de 2010

Reflexiones sobre el arte de componer (Parte final)

El legado de Richard Wagner trascendió de lo meramente musical. Wagner es considerado como el primer gran compositor en el que se dio el perfecto equilibrio entre sus facultades musicales y literarias, y nos enseñó a los compositores futuros que debíamos ser los escritores de nuestra música; también fue el primero en asumir para sí los libretos y la escenografía de sus “dramas musicales”. En España, conocemos al Wagner literato por las traducciones que se han hecho de algunos de sus opúsculos humorísticos escritos durante su primera estancia en París; pero los escritos más interesantes en los que se tratan los complejos problemas estéticos, técnicos y prácticos del arte musical, no han sido aún traducidos al español. Entre éstos, sin duda, el más importante es Ópera y Drama, en el que expone toda su estética. El musicólogo y compositor madrileño Ramón Barce en De Wagner a hoy: la palabra y la música: sobre "Ópera y drama", de Richard Wagner nos presenta un análisis bastante detallado del alcance que esta obra ha tenido para la música orquestal actual. Es conocido que John Williams, uno de los compositores de bandas sonoras más conocido y todo un virtuoso dentro de la composición para grandes orquestas, aprendió a componer principalmente con Richard Wagner. “No puedo por menos que admirar la cantidad de observaciones, justas unas, sorprendentes otras, pero todas impregnadas de intenso amor al arte, que saltan en cada página de sus tratados de composición” afirmó Williams en una conferencia en Boston sobre Wagner. En toda su obra, como en casi todos los escritos de Wagner, se mezcla constantemente la doctrina profunda con curiosas alusiones personales que nos permiten conocer al Wagner más cotidiano y humano (lo cual el alumno siempre agradece).


Pero no era de Wagner de lo que quería hablaros en esta entrada de blog. Mi objetivo es más modesto: realizar un breve análisis de la pequeña pieza orquestal de la entrada anterior. Teniendo en cuenta que, por un lado, Wagner fue el pionero en el avance del lenguaje musical, llevando al extremo el cromatismo (asociado con el color orquestal) y el cambio rápido de los centros tonales, era de obligada mención. Por otro lado no puedo olvidarme tampoco de Gustav Mahler, el otro gran maestro en la orquestación quien ya advirtió a todos sus sucesores que la composición requería “construir un mundo con todos los medios posibles”. Dicho esto, yo he tratado de crear una pequeña escena con reminiscencias mitológicas. La orquesta únicamente es de cuerda por un motivo principal: la exquisita fuerza y habilidad de los violines y más aún de los violoncellos. Además en mi cabeza estaba presente el preludio de Lohengrim de Wagner quien se basta y se sobra (aunque haya también, pero en un segundo plano, viento y percusión) con la cuerda para transportarnos al mundo que ahí comienza…


El breve leitmotiv (o poema sinfónico) está en Mi Mayor, como ya apreciará el oído experto de los músicos, tonalidad que elegí por su gran sonoridad para la cuerda y los cellos, estos últimos primordiales en la pieza. Nada nuevo pues esto ya lo comentó Wagner en más de una ocasión en sus tratados a la hora de elegir las tonalidades más adecuadas según instrumentos y sonoridades. Tres repeticiones del tema con la incursión de un cello solista tras la segunda repetición, quien infunde el dramatismo final a la pieza. Las dos repeticiones están dispuestas así con el objetivo de que el oyente fuera capaz de prever la melodía en la segunda repetición, perdiendo así su novedad y llevando al espectador al terreno de las sensaciones. Es decir, la melodía debía pasar a un segundo plano… hasta la aparición del cello, tras una pausa dramática, momento en el cual los sentidos están más agudizados. Toda una artimaña musical que ya usaran Mendelssohn, Chopin, el propio Wagner, o Mahler: atacar al oyente confiado con un dulce cello tras una repetición y con una breve pausa (el director de orquesta deberá dramatizar esa pausa). Simbólicamente: una flecha en el corazón tras una declaración amorosa inesperada. Como podéis escuchar, la sencillez de la obra es notoria. No hay virtuosismo, no hay giros inesperados, no hay sobresaltos, sólo sonoridad y color orquestal. Los mismos colores que tenía en mi cabeza al oír cómo suena la naturaleza (representada por Orfeo) entre verdes praderas, bosques de pino y roble y manantiales que surgen por el río Iregua a su paso por los Cameros.

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