La India fue, pero ya no es.
El gran Scott Fitzgerald comienza una de sus obras más brillantes, The Great Gatsby, con lo siguiente: “siempre que critiques a alguien, recuerda que no todas las personas de este mundo han tenido tus mismas oportunidades”.
Muy astuto Mr. Scott, como siempre; pero estas palabras –que en otro momento de mi vida podrían haber transitado por mi cabeza sin pena ni gloria como otras tantas– las ojeé a unos cuantos pies de altitud rumbo a Delhi, la bulliciosa capital donde aún yace Gandi, y no pude olvidarlas en todo mi azacanado viaje por India, Nepal y Tibet.
Acostumbrado a vivir rodeado de personas muy adiestradas en el arte de amargarse la vida, llegar a India me supuso una ruptura con todos los cánones de la mal llamada “vida moderna occidental”, tan llena de opulencia, avidez y cicatería que ha olvidado lo realmente importante: ser personas –como prodiga Ibsen en todo su teatro. Pero el ser personas tiene su doble cara, sin querer entrar en debates filosóficos.
“Incredible India”, así es como se anuncia este inmenso país al mundo. Y no puedo decir que sea publicidad engañosa, para nada. Creo que es la mejor forma de definir este país. Nuestro viaje comenzó en Madrid el incendiario y achicharrante veintisiete de julio. Tras unas 18 horas de vuelo, con escala de unas horas en Helsinki, tomamos tierra en Delhi en la madrugada del veintiocho. Nada más descender del avión, la humedad nos recordó, a mi padre y a mí, que el clima y las latitudes en las que nos encontrábamos eran un tanto distintos a los de España. El vuelo llegó puntual. Última vez en todo nuestro viaje en el que algo resultaría según lo previsto.
Otrora, India fue la joya de la corona británica. Sus paisajes, palacios y exotismo la convirtieron en un indudable paraíso en la tierra. Pero mis primeras sensaciones al apearme del pestilente y anacrónico carro que nos trasladó del aeropuerto internacional de Delhi a nuestro hotel –por llamarlo de alguna forma– fueron que aquello debía ser un verdadero infierno en la tierra para sus habitantes.
El hacinamiento en el que viven los cerca de 1.200 millones de habitantes en la India (sin contar sus infectas y multitudinarias cloacas en las que pueden llegar a vivir otros tantos millones de personas que no constan en ningún documento), convirtiéndolo en el segundo país más poblado del mundo, hacen que caminar por cualquiera de sus calles sea una misión imposible. En la India no se vive, se sobrevive; los que pueden escapan al Reino Unido o Australia –con quienes tienen convenios especiales por pertenecer a la commonweal. Pocos son los turistas que se atreven a adentrarse en las profundidades de la India por su cuenta y riesgo. La mayoría de los visitantes extranjeros navegan en grupo en sus fabulosos y acomodados autocares con todo lujo de detalle, bloqueando y atascando aún más si cabe, las diminutas y concurridas calles de la capital hindi.
Amaneció por completo a eso de las seis de la mañana. Nuestro techo en el hotel era una sauna con dos camas sin hacer y vestidas con sábanas macilentas que nunca habían sido lavadas desde su primera vez, y un ventilador en el techo –al modo de película del mismísimo James Bond: misión India– que no hacía más que aletear el calor insufrible de un lado a otro de la habitación. El agua fría de los grifos era en realidad la del agua caliente, porque allí era imposible encontrar algo medianamente gélido. Desgastados por el viaje, salimos del hotel en busca de todo aquello que queríamos buscar: llenar nuestras maletas vacías con recuerdos, experiencias, historias e imágenes imposibles de descubrir en nuestro mundo. Nuestra aventura daba comienzo.
CONTINUARÁ**************
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