sábado, 20 de febrero de 2010

Testamento de Heiligenstadt, Ludwing Van Beethowen



"Desde mi niñez más temprana, el celo que me impulsó

a servir a nuestra pobre y doliente humanidad por todos los medios

posibles, utilizando mi arte, no cedió ante ningún motivo inferior...

Nunca, nunca cometeré un acto deshonroso, desde entonces aprendí

a amar la virtud y todo lo que es bello y bueno"

Ludwing van Beethowen


Para mis hermanos Carl y Johann van Beethowen:


¡Oh, hombres que me juzgáis malevolente, testarudo o misántropo! ¡Cuán equivocados estáis! Desde mi infancia, mi corazón y mi mente estuvieron inclinados hacia el tierno sentimiento de bondad. Inclusive me encontré voluntarioso para realizar acciones generosas, pero reflexionad que hace ya seis años en los que me he visto atacado por una dolencia incurable, agravada por médicos insensatos, estafado año tras año con la esperanza de una recuperación, y finalmente obligado a enfrentarme con el futuro de una enfermedad crónica (cuya cura llevará años, o tal vez sea imposible). Nacido con un temperamento ardiente y vivo, incluso susceptible a las distracciones de la sociedad, fui obligado desde temprano a aislarme, a vivir en soledad. Cuando en algún momento traté de olvidar, oh, es cuando duramente fui forzado a reconocer la doble realidad de mi sordera. Y, aun entonces, ¡me era imposible decirles a los hombres que hablaran más fuerte! ¡grita! porque estoy sordo. ¡Ah! cómo era posible que yo admitiera tal flaqueza en un sentido que en mí debiera ser más perfecto que en otros. Un sentido que una vez poseí en la más alta perfección, una perfección tal como pocos en mi profesión disfrutan o han disfrutado.


Oh, no puedo hacerlo, entonces perdonadme cuando me veáis retirarme, cuando yo me mezclaría con vosotros con agrado. Mi desgracia es doblemente dolorosa porque forzosamente ocasiona que sea incomprendido, para mí no puede existir la alegría de la compañía humana, ni los refinados diálogos, ni las mutuas confidencias, sólo puedo mezclarme un poco con la sociedad cuando las más grandes necesidades me obligan a hacerlo. Debo vivir como un exiliado. Si me acerco a la gente, un ardiente terror se apodera de mí, un miedo a que pueda estar en peligro, a que mi condición fuera descubierta. Así fue durante el año pasado que pasé en el campo, ordenado por mi inteligente médico a descansar mi oído tanto como fuera posible. Aunque algunas veces quebré la regla movido por mi instinto sociable, sentía humillación cuando alguien se paraba a mi lado y escuchaba una flauta en la distancia, y yo no escuchaba nada, o alguien escuchaba cantar a un pastor, y yo de nuevo no escuchaba nada. Estos incidentes me llevaron al borde de la desesperación, un poco más y hubiera puesto fin a mi vida. Sólo el arte me sostuvo, ah, parecía imposible dejar el mundo hasta haber producido todo lo que yo sentía que estaba llamado a producir, y entonces soporté esta existencia miserable. Verdaderamente miserable, una naturaleza corporal hipersensible a la que un cambio inesperado puede lanzar del mejor al peor estado. Paciencia. Está dicho que ahora debo elegirla para que me guíe, así lo he hecho, espero que mi determinación permanezca firme para soportar hasta que a las inexorables parcas les plazca cortar el hilo. Tal vez mejore, tal vez no. Estoy preparado. Forzado ya a mis 28 años a volverme un filósofo, oh, no es fácil, y menos para el artista que para otros. Ser Divino, Tú que miras dentro de lo profundo de mi alma, Tú sabes, Tú sabes que el amor al prójimo y el deseo de hacer el bien habitan allí. Oh, hombres, cuando algún día leáis estas palabras, pensad que habéis sido injustos conmigo, y dejad que se consuele el desventurado al descubrir que hubo alguien semejante a él, que a pesar de todos los obstáculos de la naturaleza, igualmente hizo todo lo que estuvo en sus manos para ser aceptado en la superior categoría de los artistas y los hombres dignos.


Ustedes, mis hermanos Carl y Johann van Beethoven, tan pronto cuando esté muerto, si el Dr. Schmidt aun vive, pídanle en mi nombre que describa mi enfermedad y guarden este documento con la historia de mi enfermedad de modo que, en la medida de lo posible, al menos el mundo se reconcilie conmigo después de mi muerte. Al mismo tiempo, los declaro a los dos herederos de mi pequeña fortuna (si puede ser llamada de esa forma), divídanla justamente, acéptense y ayúdense el uno al otro. Cualquier mal que me hayáis hecho, lo sabéis, hace tiempo que fue olvidado. A ti, hermano Carl te doy especialmente las gracias por el afecto que me has demostrado últimamente. Es mi deseo que vuestras vidas sean mejores y más libres de preocupación que la mía, recomendad la virtud a vuestros hijos. Ésta sola puede dar la felicidad, no el dinero. Hablo por experiencia. Sólo fue la virtud que me sostuvo en el dolor, a ésta y a mi arte solamente debo el hecho de no haber acabado mi vida con el suicidio. Adiós, y quiéranse uno al otro. Agradezco a todos mis amigos, particularmente al Príncipe Lichnowsky y al Profesor Schmidt. Deseo que los instrumentos del Principe L, sean conservados por uno de ustedes, pero que no resulte una pelea de este hecho, si pueden serviros de mejor fin, véndanlos, me sentiré contento si puedo seros de ayuda desde la tumba.


Con alegría me acerco hacia la muerte. Si ésta llegara antes de que tenga la oportunidad de mostrar todas mis capacidades artísticas, habrá llegado demasiado temprano. No obstante, será mi duro destino y probablemente desearé que hubiera llegado más tarde. Pero, aun así, estaré satisfecho, ¿no me liberará entonces de mi interminable sufrimiento? Vengas cuando vengas, te recibiré con valor. Adiós y no me olvidéis completamente cuando esté muerto. Merezco eso de ustedes, habiendo yo pensado en vida tantas veces acerca de cómo hacerlos felices. Sedlo.


Para mis hermanos Carl y Johann van Beethoven:
Para ser leído y ejecutado después de mi muerte


Heiligenstadt, 10 de Octubre de 1802, entonces de esta forma me despido de ustedes y tristemente en verdad. Si esa amada esperanza que traje conmigo cuando llegué de curarme, al menos en parte, debo abandonar completamente, igual que las hojas de otoño caen y se marchitan, así se ha destruido la esperanza. Me voy. Hasta el alto coraje que a menudo me inspiró en los bellos días de verano, ha desaparecido. Oh, Providencia, otórgame al menos un día de pura felicidad. Hace tanto tiempo desde que la verdadera felicidad resonó en mi corazón. Oh cuando, oh cuando, Oh Divinidad, la encontraré otra vez, en el templo de la naturaleza y de los hombres. ¿Nunca? No, Oh eso seria demasiado duro

Ludwing van Beethowen

Heiglnstadt
Octubre 6, 1802


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